Hoy conmemoramos un 8 de marzo más, el día de la mujer trabajadora, que nos recuerda la larga y dolorosa lucha para el reconocimiento de nuestros derechos laborales. Sin embargo, ningún 8 de marzo es igual a otro, menos aún en un momento histórico tan significativo para las reivindicaciones de las mujeres y de las disidencias sexuales como el que estamos viviendo.
El 8 de marzo se ha vuelto a transformar, después de varios años de ser desvirtuado y comercializado como una fiesta, en un día emblemático para reafirmar la necesidad de seguir visibilizando la discriminación, los abusos, la violencia a la que miles de mujeres somos sometidas diariamente tanto en Chile como en el mundo.
En los últimos años, juntos con los temas laborales y sociales, los movimientos de mujeres han visibilizado con mucha fuerza los abusos “cotidianos” ya sea la violencia que permea relaciones familiares y de parejas, como los abusos de poder en los contextos laborales e institucionales. Si bien no son focos de discusión nuevos, está claro que las generaciones más jóvenes los han posicionados en la discusión pública con gran energía, determinación y creatividad, dejando en claro que las transformaciones relacionales, ligadas al género y al poder, dejaron de ser un sueño y se constituyeron en un imperativo.
Transformar las relaciones sociales, laborales y afectivas, en espacios de desarrollo de capacidades, en las cuales cada persona pueda descubrirse y construirse de manera saludable y beneficiosa, más allá de las consignas políticas y de lucha, tiene que ser asumido como un compromiso sistemático, que nos implica profundamente, ya que concierne los aspectos más centrales de nuestro vivir cotidiano.
Nuestras antepasadas construyeron las prácticas que ahora definimos como sororidad, solidaridad entre hermanas, como prácticas de apoyo de cuidado recíproco, que eran fundamentales para garantizar la vida misma de las comunidades. Muchas de las ideas que posteriormente sirvieron de base a las teorías feministas, se basan en escritos de mujeres que se atrevieron a revelar y develar sufrimientos, dolores, injusticias vividas en el día a día.
Los cambios de posicionamiento, además de reivindicarse como derechos, tienen que ser experimentados y vivenciados, corporal y emocionalmente. La lucha feminista para ocupar posiciones anteriormente negadas, como las de tomas de decisiones, como las de liderazgo, no es simplemente una lucha de paridad de oportunidades, sino también una lucha para aprender a desarrollar, desde esos lugares, formas de gestión, de ejercicios del poder, distintos.
Un primer paso es estar allí, tener la posibilidad real de cambiar de posición, de escoger desde donde aportar. Otro paso es la exploración de ese espacio para descubrir cómo hacerlo. Este segundo paso también es colectivo, parte de una reciprocidad, no sólo en relación con los hombres, sino también a las mujeres. Es un paso que implica un doble desafío para la cultura machista en la que nos desarrollamos: necesitamos descubrir adentro de nosotras el deseo y la motivación de asumir las responsabilidades que demanda la toma de decisiones, como también reconocernos y entrar en contacto con la capacidad de ser asertivas, de liderar con decisión, de hablar clara y directamente. Ambos desafíos son fáciles de plantear teóricamente, pero en las relaciones cotidianas requieren de atención y revisión, tanto por parte de aquellas mujeres que ocupan los lugares de liderazgo, como de aquellas que son lideradas. Por un lado, requerimos experimentar, liberándonos del miedo de perder consideración y amor (ambos aspectos parte de nuestra aculturación de género). No necesitamos que nos necesiten, sino poder conectarnos con el valor de nuestro aporte, resultado de nuestro propio proyecto que tiene que ser respetado. Por otro lado, necesitamos permitir que tanto nosotras, como otras mujeres, transitemos por los lugares de poder, buscando cómo ejercerlos para el beneficio colectivo, apoyándonos y sosteniéndonos en esa búsqueda, no exenta de errores y caídas. Son justamente estos últimos que nos permiten avanzar en las transformaciones, que nos ayudan a poner en discusión la cultura patriarcal y machista que nos ha constituido.
Ahora más que nunca necesitamos ojos y oídos atentos, palabras directas y certeras y sobre todo brazos fuertes, pero también acogedores. Las marchas, las huelgas, las actividades de estos días serán espacios no sólo para decirle al mundo que somos fuertes, unidas, capaces y libres, sino sobre todo para experimentar, en nuestros cuerpos y relaciones, esas mismas declaraciones.
Luisa Castaldi